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“Los buenos editores son más preciosos que un rubí y mucho más escasos”

Por @cdperiodismo

Publicado el 25 de mayo del 2011

La maestra Alma Guillermoprieto ofreció esta ponencia magistral de clausura en el Foro Centroamericano de Periodismo El Faro 2011. Compartimos el texto íntegro.

Hace ya casi treinta y cuatro años, por ahí de finales de octubre de 1978, llegué por primera vez a El Salvador. Hace ya treinta años que no había vuelto a este país. Para mí, pues, esta visita está cargada de emociones y recuerdos añejos, y de desconcierto. He encontrado una ciudad en partes casi irreconocible, pero también el mismo calor de antes. El mismo acento entrañable, y en los rostros, la huella genética de los actores—hoy ya muertos casi todos—que protagonizaron las jornadas terribles de una época que no acaba de terminar. Es un encuentro entre aterrado y expectante con una realidad que, antes de que muchos de ustedes nacieran, me fue íntima y me perteneció.

Cuando llegué acá llevaba ya casi dos meses como reportera, y hasta puedo decir que me comenzaba a sentir un poco veterana. A Nicaragua había llegado a comienzos de septiembre, en plena insurrección sandinista y como una perfecta novata, pero me había encontrado en seguida con toda una comunidad de reporteros internacionales que me acogieron en su medio y se encargaron de ayudarme a hacer mis pininos en el periodismo. En cambio a San Salvador llegué sola. Tenía apenas una lista de nombres recomendados por mis colegas. Ese primer día me sentí huérfana.

Por fortuna, entre los nombres venían el de Pepe Simán, de cuya bondad y valentía puede dar fe cualquiera de los presentes, y el de César Jerez, un guatemalteco rebotón y simpático que era a la sazón el provincial de los jesuitas. No sé por qué—quizás por la cara de despistada que tenía—me tuvo confianza, en un momento en que la desconfianza rayana en la paranoia era necesaria para sobrevivir al terror que amenazaba a quienes buscaban cambiar un sistema, un modo de vida, una cultura criminalmente injusta y enajenante. Le dije a César que quería conocer la realidad del país—frase de principiante—y él no se rió, sino que tras pensarlo un momento me dijo que conocía a un joven cristiano que me podría llevar el domingo después de misa a conocer un lugar que vivía circunstancias muy difíciles. Me dijo el nombre, Cinquera, que no me significó nada. Pero vestíte de una manera decente, vos, me encargó. Tratá de no llamar la atención.

Hice lo posible: me compré medias, me puse tacones, cambié mi falda larga de jipiteca por una más corta, y me declaré decente. El joven cristiano pasó por mí en una combi acompañado de un campesino aun más joven y con cara de asustado. Siguiendo sus indicaciones nos fuimos por veredas y entre montes un par de horas, durante las cuales disfruté del paisaje y agradecí la bonita excursión.

Párese allá donde está el tunco, le dijo nuestro guía al que manejaba. Yo pensé que ‘tunco’ era algo así como esas bolardas de cemento que marcan los kilómetros en las carreteras, y cuando ví que se trataba más bien de un enorme chancho me pareció que estos salvadoreños eran de verdad gente muy organizada—ya me lo habían advertido en Nicaragua—que mandaba acostarse a un chancho en el lugar indicado para que los viajeros supiéramos por dónde iba el camino. Nos bajamos del van.
-¿Y ahora?
Y ahora a caminar, me dijo el joven cristiano. Procurá no llamar la atención.

Como a la media hora, con los zapatos y las medias deshechas, empapados los pies, me di cuenta de que el camino por el que íbamos descendiendo no era tal, sino el lecho no muy seco de un riachuelo. De manera confusa fui entendiendo que de los que no había que llamar la atención era de los ORDEN, que, quién sabe cómo, merodeaban por ahí. ¿Qué, o quiénes eran? ¿En qué se les distinguía? ¿Dónde estaban? Nada me quedaba claro. Yo siempre he logrado parecer más lista de lo que soy, pero en ese paisaje y en esa situación no había manera de disfrazar mi condición de tonta absoluta. Llovía.

Llegamos, por fin, a un caserío, una vereda bordeada de unas cuantas casuchas de bahareque. Alguien nos metió apresuradamente en una. Nos indicaron silencio, nos dijeron que no nos asomáramos a la puerta, que nos mantuviéramos agachados. De uno en uno, fueron llegando los vecinos, mujeres con las coyunturas nudosas típicas de la desnutrición, con vestiditos de percal y delantales amarrados arriba de las barrigas protuberantes, hombres encorvados por el trabajo de campo, cholcos, cansados, asustados. De uno en uno, nos fueron contando la realidad que yo había dicho que quería conocer. Resultó un conocimiento pesado.

Que si a una mujer le habían matado a su hijo, que si otra había encontrado a su marido muerto, todo tuqueadito con un corvo. Otro, y otro más, todos tuqueaditos. Batallando por entender el acento campesino, tardé en entender el significado de la frase. Creo que fue el diminutivo lo que me mató: tuqueadito…

Organizados como estaban en esa comunidad por los curas, habían aprendido a hacer listas de todo. Me presentaron, uno a uno, los inventarios de su pobreza. Que si en la casa de uno se le habían llevado un cesto con naranjas y otro de maíz en grano… Entregaron la lista. Que si a otro le habían robado el radio y le habían cortado todas las pitas de su catre… Hicieron entrega de la lista, con fecha y nombre del denunciante. Aprendí así que en El Salvador se dormía encima de un marco atravesado por un entramado de cuerdas o pitas, y que pobreza significaba que, una vez cortadas esas pitas, no había para comprar otras nuevas y tocaba dormir en el suelo. Y seguía el listado. Que si a la niña la habían violado, que si a la declarante también… Presentaban el testimonio firmado. ¿Quiénes habían hecho todo esto? Los ORDEN, decían, bajando todavía más la voz. ¿Quiénes eran estos ORDEN, dónde estaban? Señalaban con los labios: Allí, afuerita nomás.

Yo creo que pasaron años antes de que pudiera entender que los ORDEN eran ellos mismos, los mismos campesinos del lugar, pero convertidos en verdugos aquellos de estos otros. Saco en conclusión ahora que la guerra llamada civil de El Salvador no fue tal, no fue una mitad de la población alzada en armas en contra de la otra, pero sí fue una guerra intestina, larvada, en la que, entre otras barbaridades, unos campesinos—sobre todo campesinos—fueron usados para asesinar a sus vecinos, a sus compadres y a sus primos, haciendo de noche y a escondidas lo que el gobierno no podía hacer a la luz del día.

Nunca he sido de los que creen que el periodismo sirve para cambiar al mundo. Mi experiencia personal es más bien que el periodismo sirve para muy poca cosa. Después de ese viaje a Cinquera escribí puntualmente lo que ví y escuché, y ese artículo y muchos más se publicaron, primero en The Guardian de Inglaterra y después en The Washington Post, sin efecto alguno. Con el tiempo fuimos cientos los periodistas que desde Nicaragua, desde El Salvador, desde Guatemala, describimos para el mundo atrocidades sin límite, día tras día, año con año, y ni se detuvieron las matanzas ni se paró la guerra, ni hubo un muerto menos como consecuencia de nuestro trabajo.

Y sin embargo, treinta años después, sigo aquí, y ustedes, jóvenes periodistas que en muchos casos ni siquiera habían nacido aquel día en que yo escuché por primera vez aquel verbo horrendo, están aquí hoy, entusiastas y atentos, reunidos con gran esfuerzo de todos para hablar del oficio y discutir qué hacer, cómo hacer, en dónde ejercer el periodismo, con qué materiales armar hoy lo que García Márquez bautizó hace tiempo, con toda sinceridad, el mejor oficio del mundo. Y lo estamos haciendo en un momento en que se dice hasta la saciedad que el periodismo está en crisis, que se acaba, que se cae, que los grandes medios están condenados a muerte, que los periodistas tradicionales no tenemos futuro. Cosas que además yo creo. ¿Entonces, por qué estamos aquí?

Déjenme aclarar, además, que tampoco creo que tengo obligación alguna de hacer, o ser, o creer, cualquier cosa. No creo que los intelectuales tengamos la obligación de dar testimonio de nuestro tiempo, ni los artistas la obligación de reflejar la realidad en su arte, ni siquiera los obreros la obligación de tener conciencia de clase. Ni los chicanos de hacer estudios chicanos ni los mexicanos de bailar el jarabe tapatío, ni las tamaleras de cocinar tamales enraizados en su auténtica tradición cultural. No soy militante, y creo firmemente en un periodismo alejado de todos los ismos. No creía lo mismo cuando llegué por primera vez a este país, por cierto. Es una convicción ganada a pulso. ¿Para qué, entonces, hacer periodismo? A falta de militancia y en ausencia de la obligación moral en abstracto, ¿por qué seguir en el oficio?

En mi caso personal, para satisfacer una curiosidad inagotable, para entender el mundo, o la porción del mundo que me ha sido dado ver, y para vivir una aventura maravillosa, pues yo creo que es sano reconocer que los reporteros vamos en busca tal vez de la verdad, pero con toda seguridad también de la aventura. Para mí—hablo solamente por mí—una parte importante de esa aventura es el placer de la mirada, el placer del asiento de primera fila ante el gran teatro del mundo. Esa mirada es la que le prestamos a nuestros lectores y por la cual vale la pena correr los riesgos que por momentos se nos atraviesan. Pero a esa mirada, que es quizá la principal herramienta de nuestro oficio, toca pulirla, refinarla, cultivarla, disciplinarla.

Voy a tratar de ser un poquito menos lírica y más clara. A estas alturas es tonto pretender que una reportera es igual a una máquina fotográfica. La objetividad no existe. Cada uno de nosotros llega al lugar de la reportería desde su propia historia, y llega con su propia personalidad, y con todos sus conocimientos, o falta de ellos, y todas sus ilusiones o prejuicios a cuestas. Lo que le transmitimos a nuestra lectora inevitablemente reflejará quiénes somos y de dónde venimos. Y lo mismo es válido para los fotógrafos. Lo que una fotógrafa enmarca es al mismo tiempo lo que elimina del encuadre, y lo que encuadra y lo que elimina están igualmente definidos por su historia, sus prejuicios y sus pasiones. Nadie es una máquina fotográfica. Entonces, para poder equlibrar, es importante saber quiénes somos, conocernos a nosotros mismos, reconocer los prejuicios y las pasiones con que salimos a reportear. No ser objetivos, puesto que es imposible, sino equitativos, y decir, implícitamente, ‘lo que ustedes están leyendo no es la realidad, es mi experiencia de la realidad el dia de hoy, y he tratado de presentarles, lo mejor que pude, una visión completa de ella.’

En lo que a veces llamamos crónica y otras veces narrativa no-ficción hay mucha más libertad para dejar clara nuestra presencia a través del uso de la ironía, de los adjetivos y los adverbios, del humor, de aquello que llamamos la voz de la autora—o sea, la manera característica en que narramos lo que nuestros ojos vieron. Un lector busca tal vez leer una crónica porque le interesa el tema. Pero se quedará con nosotros hasta el final del texto porque se enamoró de la voz. No hay de otra. Todo está en la voz, que algunos llamarían estilo, pero que yo prefiero llamar voz. El estilo parece una cosa superpuesta, adquirida, como un abrigo muy fashion, pero la voz refleja lo que somos y lo que sentimos.

Mi editor y gran amigo, Bob Gottlieb, se rie mucho de mí, y siempre me dice: tú no estás contenta hasta que no logras meter en tu crónica a una viejecita andrajosa, campesina, que va caminando desde un río trabajosamente, cuesta arriba, cargando un cántaro pesado lleno de agua, y cantando. Pues es cierto. Desde que me lo dijo la primera vez lucho contra esa necesidad mía pero no hay nada que hacer, reaparece la viejita encorvada una y otra vez en mis textos. Por lo menos ahora, desde que me hice conciente de ella, la disfrazo de mil modos.

De esta anécdota saco algunas conclusiones: que un buen editor sabe enseñar a sus reporteros a reírse de si mismos con cariño y sin sacar sangre, y que los editores que se apasionan tanto como su autor por un texto son colaboradores indispensables de un buen reportaje. Y otra más: todos sabemos que en América Latina los buenos editores son más preciosos que un rubí y mucho más escasos. He aquí tal vez la gran ausencia que hay que suplir para lograr que el periodismo latinoamericano dé el gran salto hacia la madurez. Hacen falta grandes dueños de medios—dueños idealistas, apostadores, arriesgados, patriotas, inclaudicables, sagaces, implacables, soñadores y buenos para la grilla. Y hace falta que nombren editores de su mismo talante y que les den vía libre para hacer el periodismo del mañana. En papel o en virtual, poco importa el medio. Yo creo que este foro existe y tiene la capacidad de convocatoria que tiene justamente porque refleja la conciencia de esa necesidad. Aquí estamos todos discutiendo no sólo cómo hacer mejor reportería y escribir textos mejores, sino cómo hacer el periodismo de mañana, y eso necesariamente pasa por los editores y los dueños de medios. El Faro, por cierto, es una clara muestra de que no se necesita empezar con proyectos grandes y lujosos, y que de pronto, ante una realidad tan incierta, frente a una tecnología tan arrasadora y tan cambiante, hasta sea mejor, tal vez, empezar con proyectos muy modestos.

Los nuevos medios y sus editores seguramente se hacen todas las mañanas la misma pregunta que me hago yo al salir a reportear:¿Cuáles son los temas candentes de hoy? ¿A qué le debo dedicar mi primera plana hoy, y cuál debe ser mi primera plana de aquí a seis meses? Es decir, ¿cuál es la noticia del día, y cuál es la realidad de mi país, de mis lectores, a la que le debo invertir más tiempo y dinero? ¿Y cómo enfocar esa realidad? ¿Qué encuadrar en la máquina fotográfica, y qué dejar por fuera? ¿Cuántos proyectos de largo aliento tengo en el horno que buscan entender el pasado, y cuántos que se ocupen del futuro? ¿Qué es lo que está sucediendo hoy que va a cambiar la realidad de mañana?

Las cien horas que llevo aquí alcanzan para darme cuenta de que la lista de prioridades, los temas del día y del mañana se parecen asombrosamente, ya sea que miremos hacia Colombia o Venezuela o hacia México, Honduras, o El Salvador. Corrijo: no sólo se parecen sino que nos unen. La falta de democracia; la disfuncionalidad de nuestros sistemas judiciales; nuestro deseo de ser seducidos por mercachifles y demagogos; nuestros campesinos, que trabajan una tierra cada vez más áspera y terminan por huir. Y claro, el gran tema, el que no nos deja en paz y que también nos seduce: la violencia, que hoy se manifiesta a través del narcotráfico.

Todos tenemos claro que entre la violencia actual y la de ayer hay una diferencia moral cualitativa. Y al mismo tiempo entendemos que sin los conflictos que desgarraron Centroamérica hace tres décadas no existirían ni las armas ni la costumbre de la muerte que hoy potencian a los zetas, a las maras, y a tantos otros protagonistas de nuestras pesadillas. Y hay medios centroamericanos, notablemente El Faro, que han explorado los resquicios e intersticios de la violencia como muy pocos en el continente. Pero creo que hace falta también hacer un examen, y auto-examen, de nuestro amor por la violencia. No es una tarea necesariamente para los reporteros; corresponde más a los sociólogos y a los historiadores, pero sí creo que es bueno mantener por lo menos un diálogo entre nosotros al respecto: ¿Por qué siempre nos llamó más la atención el Ché que Ghandi? ¿Por qué nuestros santos preferidos son los mártires y no los poetas como Juan de la Cruz, o incluso los buenos gobernantes como dicen que fue San Luis? Si reflexionamos un poco, podemos concluir que Pablo Escobar cambió el mundo mucho menos que Gregory Pincus, el inventor de la primera píldora anticonceptiva. ¿Por qué, entonces, somos tantos los que preferimos cubrir la fuente de violencia a la de ciencia o sociedad?

No estoy diciendo que no haya que cubrir, o haya que cubrir menos, el fenómeno del narcotráfico. Obvio. Es la forma de violencia que hoy día constituye la mayor amenaza a nuestra sociedad y llevar la noticia de él a los ojos del mundo es una actividad peligrosa y desgastante. Simplemente señalo que el mundo es más que eso, mucho más, y que hay que cubrirlo entero.

Volver después de treinta años a un país es volver a un lugar desconocido. Los que estaban ya no están, los que están nos son extraños. Las cosas que uno quisiera no encontrar siguen allí. Basta con asomarse desde la extensa terraza de mi hotel de lujo para ver una barranca en la que las casuchas de techo de latón viven agazapadas, como queriendo que nadie las descubra. Uno se asoma por el otro costado y ve las casas—ni siquiera de los ricos, sino de los acomodados—prácticamente envueltas en alambre de púas, envueltas, en realidad, en el terror a los pobres. Estoy en la zona en la que hace tantos años caminaba uno por la avenida Escalón y las señoras de sociedad bajaban el vidrio de sus 4×4 a gritarnos “¡Periodistas asesinos, digan la verdad!” Quisiera sentir que esas rabias e intolerancias, esos rencores asesinos, han desaparecido. Más bien siento que las amenazas que se ciernen sobre los periodistas se multiplican—es otro tema que nos une, desde Brasil hasta la frontera norte de México—y que sigue esa voluntad incomprensible de confundir la bala con el mensajero. Aclaro: nosotros no somos la bala.

Hace unos días volví a Cinquera, buscando allá a alguien que se acordara de mí, que me devolviera el rostro de la persona que estuvo y que miró en aquel entonces. No tuve suerte, pero encontré otras cosas, como siempre ocurre cuando uno sale a reportear. Pensaba encontrar un lugar que había logrado la paz y encontré más bien un pueblo rabiosamente dividido. Pensaba encontrar un lugar de escombros, y lo que había era un pueblo marginado todavía, con terribles carencias, todavía, pero levantado ladrillo sobre ladrillo, casa por casa, por sus tesoneros habitantes. Adentro de esas nuevas casas habitan también dos ideologías y dos maneras encontradas de ver el mundo. Tienen también dos maneras de ver las ruinas que dejó la guerra—la verdadera guerra, que empezó después de que yo me fui. Unos, los habitantes históricos, quieren que ciertos sitios bombardeados queden como monumento a los caídos, que fueron tantos. Otros, los recién llegados, quisieran usar las retroexcavadoras y los tractores que han traído para tapar el pasado y comenzar de nuevo.

No sé muy bien en qué punto encontrar el término medio de este debate—o mejor dicho, el término justo—pero sé que nada de eso lo sabría si no hubiera salido a reportear. Y salí a hacer lo que después de 35 años me sale más fácil porque no se me ocurrió mejor manera de volver.

Y supongo que si fuera yo reportera salvadoreña la pregunta que me atormentaría desde el espejo retrovisor sería si valió la pena tanto sufrimiento, tanta abyección, tanto dolor, tanta muerte, para que Cinquera terminara en lo que es hoy: un pueblo marginado y pobre. Es imposible encontrar la respuesta, claro, pero no es inútil buscarla.

Y reportearía otra cosa también: los mecanismos invisibles e inconscientes que logran que, con todas las divisiones rabiosas de por medio, los de Cinquera ahora no se estén matando entre sí.
Antes de salir de Cinquera me detuve un momento a conversar con una bandada de adolescentes que iba saliendo de la escuela, seis muchachas y tres muchachos, todos muy formales y con sus uniformes limpísimos. Todos eran fuertes y sanos, a diferencia de sus padres—aquellos campesinos con los cuerpos tallados por la pobreza. Fue una sorpresa, pero luego vino otra: todos tenían claro que al terminar el bachillerato irían a la universidad. No sé a qué atribuirle ese cambio radical, esa capacidad de ser ambiciosos y dar por sentado que tenían derecho a serlo. Algo tuvo que ver el trabajo de la iglesia contestataria, con su empeño por dignificar al hombre; algo tuvo que ver el avance educativo y en salud que se ha dado en estas últimas décadas en toda América Latina. ¿Hubieran aspirado a ser universitarios sin la visión radical de la guerrilla? ¿Sería El Salvador un lugar más próspero sin los años de destrucción económica provocada por la guerra? No lo sé.
¿Padeceríamos menos la violencia renacida que asola el continente, ahora hueca de lógica y razones, sin las armas y el culto machista de la guerra que nos dejaron las conflictos del fin del siglo? Sin duda que sí.

Cuando llegué al hotel tan bonito en donde me han alojado, con su vista al volcán que ya nadie usa para esconder armas, y al que suben los turistas, me di cuenta de que una de las cosas que he extrañado durante tantos años, sin saberlo, es el canto de los pájaros en las ciudades centroamericanas. En la ciudad de México no gozamos de ese privilegio. Desde los peores tiempos aquí eran las aves las que me consolaban con sus trinos y silbidos y gorgoreos, porque me parecía que iban bordando un quehacer infinito y alegre a lo largo de los días. Y cuando los escuché de nuevo me acordé de los muchachos de Cinquera y su alegre parlotear, su existencia tan libre de los recuerdos que a los viejos nos llenan de espanto. Y pensé—fue un consuelo—que la vida es siempre más fuerte que nuestra capacidad de matar.

(Gracias a Jaime Abello por descubrirnos este magnífico texto)

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